martes, 28 de agosto de 2012

Una escalera sin final.

Yo en mi cuarto, mirando por la rendija de la puerta de mi habitación. En el salón se rodaba aquella película de terror, una película cuyas escenas se grababan una, otra, y otra vez más, cada día durante minutos, que pasaban tan lentos como las horas. Para mí, pero más para ella. Mi madre solo gritaba, lloraba, y suplicaba. Mi padre le chillaba y reía. Yo veía cómo ella se cubría la cara con sus antebrazos y recogía sus pies formando una bola, una bola asustada a punto de partirse en pedazos en cuestión de segundos, en aquella esquina. La esquina que él, en un ataque de furia, marcó para siempre con un cuchillo y mucha sangre. La esquina en la que él la hizo desaparecer.

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